En dos palabras: Tablets multitáctiles. Llámense iPad o llámense como ustedes lo prefieran. Son la última moda, el gadget definitivo, como lo fueron los netbooks el año pasado, son cools, son seductores, son útiles, y nos gustan esas miradas de sorpresa y cierta envidia cuando lo sacamos en un parque, un avión, el tren o en una reunión de amigos. Nos hace ganar puntos, son ese descapotable con el que soñamos pasearnos por nuestra ciudad.
Y como profesionales de la interacción imaginamos mundos multitáctiles, cosas que se arrastran, se mueven, fluídas transiciones que nos llevan suavemente al control del acelerómetro, -Uffff todo lo que puedo hacer con esto- es como el País del Chocolate para Homer Simpson, otros piensan que han despertado en Wonderland y aún buscan al conejo con chaleco.
Pero tanta interacción conlleva una gran responsabilidad. Y entonces, es cuando decides volver la vista atrás, buscando antecedentes para no cometer los mismos errores. Y en la lejanía aún se aprecia la irrupción de Flash en la web, cuando todo eran etiquetas blink parpadeantes y gif’s animados surgió de la nada una tecnología que permitía hacer lo inimaginable. Y perdimos la cabeza. Decidimos sorprender tanto al usuario, que este se desesperaba esperando a algo, que no sabía donde pinchar, que se perdía con tanto movimiento y no lograba focalizar su atención. Que sí, que suena a primero de usabilidad y estándares web, pero o tenemos en cuenta los patrones de uso y comportamiento de los usuarios con aplicaciones multitáctiles, los escenarios de uso de las aplicaciones y las curvas de aprendizaje o nuestra flamante interacción no servirá de nada. La gente prefiere pagar un billete de avión que aprender a manejar su propio avión, salvo John Travolta claro.
Sí, he comparado el iPad con su archienemigo Flash, y esta noche pienso dormir muy tranquilo 😀